miércoles, 19 de agosto de 2009

Detalle infantil

El perfume de los jazmines anuncia la Navidad. Esas estrellas blancas que se encienden sobre el verde, son el presagio de las fiestas que se convocan alrededor del pesebre.

Una vez más me toca armar el corral divino. Hace un par de años que me dejan tocar las figuras de yeso, algo antiguas por cierto, y disponerlas a mi antojo debajo del árbol pagano. Confieso que me encanta pero después, el hecho que se convierte en obligación, me aburre, y ya no me interesa si las imágenes parece que van o vienen.

Cuando saco cada figura de la caja en la que las guardan, pienso que podría ser un pesebre con unas pocas figuras suplicantes, con más colores, quizás con algún oro profundo o unas telas reales. Las miro detenidamente, me retiene infinitamente cada detalle, busco en sus rostros una sorpresa de vida, un movimiento inesperado. Imagino que me miran. Sería feliz con un parpadeo.

Preparo los personajes y busco la viruta que dispongo como gruta. Vuelvo a descansar en María, esta vez me parece que está más angustiada que antes. ¿Cómo puede ser que esté tan triste? Casi adivino un rostro sensible entre los pliegues del manto. Una tela celeste con detalles dorados. Finas y delicadas líneas doradas que dibujan el borde y enmarcan las manos en súplica que ella ha juntado. ¿Qué deseo pedirá María? Por favor, que llegue pronto, que cambie el mundo. Por favor que no sufra. Por favor que no tenga frío.

Me olvido de los pedidos que imagino en ella y ato el ángel con una cintita dorada , lo cuelgo de alguna rama baja. Así se balancea ante las figuras como si viniera del cielo. El ángel es la figura que más me gusta, lo imagino solitario y libre, dueño de secretos, vocero de anuncios divinos, puede volar, es magia. Entonces tomo a José entre mis manos y me inunda la pena, sus ropas no son tan cuidadas y tiene la cabeza gacha, parece mirar el suelo, parado en un ademán de reflexión y firmeza. Tiene un pegote endurecido alrededor del cuello, parece que alguna vez perdió la cabeza. Heridas profundas de una historia que quedó en el anonimato.

Dispongo los pastores, cargan las ovejas sobre sus hombros. Desparramo el rebaño de corderos. El buey y el burro coronan la escena.

Me abrigo en el manto de mis anhelos.

Ante tanta inocente belleza, me tomo el atrevimiento y pongo un caballito de plástico blanco que rescaté con los indios, me recuerda la libertad y el vértigo, con las crines al viento rompe la majestuosa e inmaculada procesión de personajes, le digo en secreto que corra, yo lo llamo Piesligeros.

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