miércoles, 19 de agosto de 2009

De cómo Andrómeda le pidió una aguja a Dédalo.












Los antojos pueden ser difíciles de satisfacer. Pasó algo de tiempo para que Andrómeda me entendiera cuando se lo dije.

Ella había quedado atrapada entre las rocas, aún esperando que Perseo la rescatara. Perseo, en ese momento, se entretenía con las Gorgonas convirtiendo en roca la maldad y dispuesto a cumplir con heroísmo los designios de Zeus.

Así estaba ella, el viento estropeaba su piel y despeinaba su larga cabellera, atada a la roca – con hilos de Aracne, imposibles de desatar para cualquier mortal que se precie -se relamía en su papel de víctima del destino. Una espera sin sentido cuando la línea del abismo es entre la vida y la muerte. Las olas volvían sordo el letargo de la paciencia. Pasaba el tiempo y las piernas se le entumecían. Fue cuando escuchó los lamentos. Algún mortal aullaba de dolor y de espanto. De repente Abelardo llegó a esconderse en la curva angosta de la misma roca, llegaba en túnicas manchadas, con los cabellos despeinados, no por el viento sino por la desesperación.

Andrómeda logró calmarlo con canciones intensas, y así se enteró de cómo había sido castrado por el tío de Eloísa, su discípula y enamorada. Él había llegado hasta el mar buscando un refugio donde desparramar sus desprolijidades, sus insultos, su furia. Quería un escondite en donde pudiera mostrar sus bajezas y no fuera considerado impropio de un hombre como él.

Compartieron la roca. Para Andrómeda y para Abelardo, la roca era perfecta, era el punto de inflexión de sus historias.

Ella lo escuchó y él descargó su desconsuelo. Entonces entablaron conversaciones infinitas y miradas interesadas en descubrir sus misterios. El murmuraba sobre el bien y el mal, la verdad, el amor, la libertad… Ella se perdía pensando si prefería los monstruos o la maldad del hombre, la indiferencia o el amor incondicional como el de Eloísa. Eloísa le daba celos, esa mujer era un encanto. No le importaba su mortalidad, sino la magia que despertaba en Abelardo. Según él le contaba, era una mujer inteligente que tomaba el mundo en sus manos, con curiosidad, con imaginación y revelaba nuevas inquietudes. Eloísa estaba enamorada de Abelardo. Andrómeda lo entendía, ¿Quién no podía enamorase de un hombre como Abelardo?, admirable, con la oratoria de los reyes, con una mirada que envolvía el horizonte y desnudaba los precipicios del cosmos.

Abelardo y Andrómeda siguieron buscando palabras que conectaran sus destinos. Abelardo le cantó las canciones que dedicaba a Eloísa pero que Andrómeda inspiraba.

Andrómeda, tendida en la roca, lloraba un poco, se había enamorado.

Cuando vieron una figura acercarse en el horizonte, comenzaron a desprenderse. Abelardo no soportaría la desilusión si aquella figura fuese Perseo. Entonces se despidió buscando una sonrisa en la boca de Andrómeda, acomodó los cabellos de ella -húmedos de amor y de tormentos- que apenas entendía entre la maraña de viento y sus deseos de amarla.

Abelardo se dispuso a olvidar a Andrómeda en los ojos de Eloísa.

La figura que se acercaba era Ícaro, mi hijo, que pasó volando al probar las alas de cera y plumas que le hice. El le contó de mis artesanías y ella le pidió mi asistencia, entonces yo tuve que entenderme con ella.

Al verla me asombró tanto su belleza despreocupada como su indiferencia. Más me asombró su pedido, me encargó una unión indestructible, que perdure en las adversidades, entre los hechizos, entre las verdades.

Volví con una ocurrencia agujereada en el extremo y Andrómeda pasó por el ojo del agujero la punta del hilo de Aracne que la ataba. Ese mismo hilo que la sujetaba, más tarde la liberaría en misiones de componer destinos, tejer desuniones, cerrar las heridas, volver uno las separaciones.

Perseo llegó en el momento justo. Y ella vio en él el desenfreno que Abelardo nunca le había mostrado.

1 comentario:

AndromedA dijo...

Me parecio muy interesante y bella esta historia, teniendo en cuenta que mi nick es AndromedA.
Gracias por dar a conocer esto....