jueves, 3 de septiembre de 2009

Conciencia

Pleno mediodía. Hace apenas un momento que caminamos en busca de unas lindas verduras. Hay un rítmico palpitar de claroscuros que se siente en la piel, son los contrastes de tajantes sombras frías entre bienvenidos espacios de sol.

Saltamos algunos charcos en aquellos frentes cuyos comerciantes lavan su vereda y despojan sus tiendas de hediondos silencios.

Entramos en el mismo negocio de siempre, donde las frutas y verduras se exponen casi en esplendor, con un delicado rocío que todo lo impregna y que invita a la contemplación. Nos gusta el lugar porque además congrega las distintas lenguas de clientes y comerciantes, confusiones divertidas que hasta ahora no han generado más que un bullicio insoportable en el que hay que repetir el pedido en varios idiomas, mas que en español todas las verduras que saben igual se nombran diferente. Salimos victoriosos.

Volvemos por el mismo camino por el que pulsan las sombras. El camina a mi lado, su pequeña presencia me da fortaleza. Me adelanto, marco la distancia sin mirar atrás.
Inesperadamente su mano se suma a la mía. Tomo conciencia que hace mucho no demuestra ni su cariño, ni su vulnerabilidad; en su mismo calor recuerdo la forma de sus dedos, bastante largos, masculinos, elegantes, con algunas marcas repartidas de travesuras y pruebas de fuerza; siento sus dedos hurgando en mi puño cerrado para entrar a guarecerse, y lo vuelvo a ver pequeñito sobre mi pecho, cuando toda aquella habitación se inundó de una luz azul. Acaricio sus cabellos dorados, remolinos infinitos y despreocupados, abrazo cada hebra de su pelo con el ánimo de que me transporte con su perfume.
Caminamos un poco más tomados de la mano, él quizás disfruta el sabor que parte en cada mordisco que le da a una manzana, yo disimulo que casi me muero.

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