En el taller de pintura hay unas cuantas mujeres distribuidas en tres habitaciones de una casa chorizo adaptada como atelier. Sin embargo, en la habitación en la que me ubico somos cinco y, si cuento a la asistente que busca entre la madeja de nuestros ovillos la hilacha por donde empezar a tirar, y a Rebeca, la profesora, somos siete. Número perfecto.
La chica de mi izquierda murmura junto a la mujer que está a su espalda, miran a trasluz los frascos de colores, aparentemente no encuentran el tono ideal de verde que no es azul y tampoco turquesa. Sus voces son suaves pero claras. No caben dudas de que sienten que están en un problema. La mujer mayor que está a mi derecha revuelve y busca entre sus porquerías algún trapo con el que pueda limpiar la trementina que se acaba de volcar y chorrea por la madera del piso inundando el ambiente con más olor a solvente que el habitual. La morocha de mi espalda tiene los auriculares puestos, la música a máximo volumen y combina su danza autista con los trazos negros de sus dibujos. Constantemente dibuja, pinta o garabatea en negro, y siempre, pero siempre, tiene los auriculares incrustados en los oídos, incluso para hablar baja el volumen pero no se los quita.
Confieso que esta percepción de los sentidos en trescientos sesenta grados me distorsiona. Tomo un poco de distancia para mirar mi tela manchada de verdes y blancos buscando el próximo paso que me lleve a la intuición. June, la asistente, llega a mi lado, creo que ha percibido mi desconcierto y tras un pequeño instante de silencio me pregunta cómo voy a seguir. Entonces, por detrás del hombro de June la veo a Rebeca que se acerca. Todas percibimos a Rebeca cuando se acerca. Mis cuatro compañeras, por un instante, se paralizan y dirigen sus ojos a los movimientos contundentes de la profesora, que se para frente a mi tela y con voz potente me dice que lo que necesito es provocación, al mismo tiempo que toma el pincel más ancho lo hunde en la pintura negra y escupe por toda la tela sus oscuros pensamientos ocultos bajo el nombre de un desafío. Todo parece suceder en cámara lenta, sin perder la violencia que exudan las manos de Rebeca. June sigue a un costado del atril si moverse siquiera. Un instante de silencio que se hace denso mientras que cae en un vértigo profundo y de golpe se quiebra cuando la profesora me dice que vamos a ver qué hago ahora con esto.
La miro a los ojos, hago una mueca de sonrisa que se que es una ironía.
La chica y la mujer que murmuraban a mi espalda abandonan sus cuchicheos y miran con asombro, la bailarina autista, que se ha dado vuelta para ver la escena, se saca los auriculares y apoya su mano sobre mi brazo. La mujer de mi derecha, pasa el trapo por el piso con una mano pero dirige su mirada hacia mi y también hacia Rebeca, que como en un espasmo sigue con su arte de la irritación. La dejo despedirse con su sonrisa destronada, dándose vuelta para seguir en su periplo. Creo que la escucho adular a la estrella de T.V. que quiere dedicarse a la pintura de la sala contigua. June toma suavemente el pincel atormentado de pintura negra, algo murmura y lo empieza a limpiar, no sé por qué deseo que le vaya mejor. Un rumor crece y se pierde en oleadas de siseos. La señora de mi derecha vuelve a limpiar el piso con movimientos más rápidos y desprolijos. Las otras dos que todavía tenían los frascos de pintura en las manos no vuelven a hablar y bajan sus miradas al cajón repleto de frascos en busca del mismo color. La bailarina vuelve a su danza silenciosa. Yo agarro mi tela en un abrazo de crucifijo y dando un portazo prometo no volver nunca más.
lunes, 16 de noviembre de 2009
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